Con un nuevo calendario de Metallica y un buen número de regalos bajo el brazo, llega el fin de estas placenteras y poco productivas fiestas. La respuesta a por qué he estado tanto tiempo ausente durante estas vacaciones es sencilla: porque las he pasado casi por entero en la cama de mi eterno y amanerado adolescente. Sabe dios que estas confesiones me avergüenzan, pero siento que me debo a mi púlbico, que con tanto interés ha seguido las idas y venidas de los efebos de mi vida.
Más me avergüenza, en realidad, admitir que durante estas semanas me he mantenido más alejad@ de mi instrumento de lo que alguien de mi condición puede permitirse. ¿Pero qué pasa? Incluso yo tengo derecho a entregarme, de vez en cuando, a los placeres más oscuros de la vida; en una orgía de películas malas (y otras no tan malas), adictivos bombones Mon Cheri, purgantes tragos de Bailey's, telebasura de la mejor calidad, porno de tercera clase, música irónica e inadmisiblemente salados aperitivos rusos, al son - constante y siempre refrescante - de una cuica. Además he logrado, por el camino, sacar unas cuantas fotos de extraordinaria belleza e incalculable valor homosexual, como la que preside este post :D
Han sido unas buenas vacaciones, y su final ha llegado, como cada año, con la tradicional comida de Reyes. Me alegró ver que la casa de mi tía (que llevaba un recién adquirido polar Quechua, perfectamente conjuntado con el de su novio) sigue en venta después de un año, aunque ahora se encarga de la operación otra inmobiliaria. Está en venta casi todo el pueblo, pero nadie quiere comprarlo, ¿y a quién le extraña?
A mi prima de siete años le han regalado una guitarra (otra piraña en el acuario de las pavas guitarristas) y todos los accesorios Bratz de la temporada. A mi primo, de trece, un ordenador y desodorante de hombre. El novio de mi tía estuvo un buen rato metiéndose con los motoristas mientras yo miraba para otro lado para no entrar en una discusión inútil, y eso es todo cuanto ha ocurrido hoy.
Nos cogió la nevada a diez minutos de casa (en coche, evidentemente). Qué bello espectáculo. Mi jardín, el asfalto y los coches de mis vecinos están cubiertos de blanco, y el aire helado que se cuela por las rendijas de las ventanas me entumece las manos mientras escribo. Es como estar en otro lugar. Lástima que ninguna cámara pueda captar la belleza de la nieve de noche. De día no tiene tanta gracia.
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