Salimos del restaurante con los estómagos llenos y con destino a un pub en el que no había estado nunca, al que J. y Txus habían decidio llevarme de forma unánime. Empezamos a subir por Via Laietana; era miércoles y las calles estaban casi vacías. La ausencia casi total de sonidos de tráfico era placentera.
Al llegar a la plaza de la catedral se me ocurrió la inocente locura de hacerle una visita al edificio que le da nombre. Los buenos de J. y Txus aceptaron modificar ligeramente su itinerario para satisfacer mi deseo fetichista.
Mientras atravesábamos la plaza discretamente, debatiendo las consecuencias supuestamente orgásmicas de combinar fritos, chocolatinas Crunch y Coca-Cola, me detuve a observar la catedral. Estaba iluminada, aunque escondida detrás de los andamios de los restauradores.
Durante un momento, sentí el deseo secreto de adentrarme en ella. La imaginé vacía, oscura, silenciosa; con la luz de la ciudad entrando por sus vidrieras. Me imaginé a mi mism@ sentad@ en uno de sus bancos,disfrutando del olor a la iglesia, empapándome del católico sadomasoquismo que impregna sus paredes. Lástima que J. no sea el tipo de chico al que le gusta profanar iglesias... todavía.
Y la gota de lluvia resbaló por mi mejilla y continuamos nuestro camino como si nada hubiera ocurrido. Subimos por un Portal del Ángel indecentemente desierto y nos perdimos por un par de calles más que no recuerdo, recordando el pasado y hablando de horribles experiencias heterosexuales. Cruzamos una flota de Baguetinas Catalanas y demás locales semejantes, que permanecían abiertos a la espera de clientes nocturnos como nosotros y, finalmente, llegamos a nuestro destino.
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