Las circunstancias nos habían arrastrado una vez más a los avernos de Sant Pere de RiuDeFuck, como siempre, en verano, cuando el calor se vuelve insoportable y el árido y desprotegido - el único - parque del pueblo se convierte en parrilla. Teníamos la opción de refugiarnos en el fresco y húmedo garaje, sentados a la mesa con el resto de invitados, pero pasear por nuestra cuenta nos parecía más apetecible.
Por primera vez en todos los años que llevábamos acudiendo la celebración del cumpleaños de mi prima, el evento había coincidido con la resaca de San Juan, y el desértico parque estaba sembrado con los desperdicios de la noche anterior. Mi amor por lo decadente y lo destruído me empujó de inmediato a fotografiar el escenario.
Mirara donde mirara, no podía uno posar los ojos en algo que no fueran cajas de petardos (o restos de los mismos), quemaduras en el suelo, o latas de cerveza y vasos de plástico pisoteados. Ahí estaba él, a tan sólo unos centímetros de la papelera, abatido y desmembrado. Probablemente, había servido de entretenimiento a algunos niñatos locales, que habían introducido un petardo en su interior para ver lo que ocurría, y luego lo habían abandonado en la vía pública sin mayor preocupación. Así eran - y siguen siendo - las diversiones de esos bárbaros que defienden las arcaicas tradiciones como modo de expresión.
Era tal su belleza, la perfección de las líneas de su corte, que no pude hacer más que asombrarme. Me agaché a su lado y posé la mirada en lo más hondo de su herida abierta y sangrante. -Qué curioso personaje - me dije -, tan interte y a la vez tan rebosante de humanidad.
Él era una víctima más de la festividad maldita. Como yo.
Él tampoco perdona.
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Se acerca el verano. Hay que empezar a prepararse.
